Somos dueños de lo
que callamos, y esclavos de lo que decimos. Una sola palabra
podría herir más que una espada o ser tan fútil como el ruido de una ciudad. Por costumbre, uno habla más de la
cuenta; tal vez para huir del silencio o del propio ruido que hay en
su cabeza. A veces, las palabras son como las
notas torpes esgrimidas por un instrumento -nuestro cuerpo- que trata
desesperadamente de tocar la canción que uno lleva dentro.
Las palabras se contaminan rápidamente, volviéndose huecas y vacías, cuando intentan construir espacios que
sólo pueden ser alimentados por el silencio y el paso del tiempo, donde los
hechos serán los únicos protagonistas.
Pero hay palabras que pueden cautivar. Son las
que salen sin disfrazar nada, cuando son la música que acompaña a
los hechos, cuando el que habita detrás de cada una de ellas es el
corazón.