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La pequeña Chernobyl asturiana



Cuando pensamos en el mercurio, lo primero que suele venir a la mente, es aquel viejo termómetro que metíamos en la boca o debajo del brazo, para medir nuestra temperatura en días de fiebre. Hoy el uso del mercurio para fabricar aparatos de medida está prohibido. Se trata de una sustancia venenosa para los seres humanos, animales y el medio ambiente en general.

Curiosamente, uno de sus primeros usos fue en la medicina para ser ingerido. Al ser una sustancia líquida y a la vez metálica, se le atribuyeron propiedades milagrosas. El primer emperador chino intentó curar su enfermedad de esa forma, con fatales resultados para su supersticiosa mente.

Durante años las minas de mercurio fueron una trampa mortal para los jóvenes mineros, que entraron en sus fauces alentados por unos sueldos generosos y la esperanza de una vida mejor; pero salieron de ellas escupiendo la sangre que la mina les había cobrado.

En la primera mitad del siglo XIX, la demanda de mercurio se disparó, al ser un elemento imprescindible para la guerra, dada su utilización como fulminato de mercurio, usado para fabricar detonantes explosivos.

Las minas del oro rojo eran un infierno. El infierno del cinabrio, alimentado por la codicia, las guerras y los pobres trabajadores que perdían su vida de una forma triste y silenciosa.


En 1974 una empresa minera situada en el caudal asturiano, cesaba su actividad después de tres décadas de producción, en una mina que llevaba siendo explotada desde 1840. En aquella explotación trabajaban 800 mineros, hoy quedan vivos menos de cinco.

Sus edificios e instalaciones nos evocan imágenes post-apocalipticas.


Entre 1946 y 1974, esta mina asturiana llegó a ser líder mundial en la producción de mercurio. Algo que fue posible, gracias a la prohibición de extraer mercurio en varios países, debido a su toxicidad. En aquellos años, el progreso industrial del país avanzaba de forma vertiginosa, sin hacer demasiado hincapié en el cuidado medioambiental, la salud y seguridad de los trabajadores.

El laboratorio tras más de 40 años de abandono, aún  permanece sembrado de productos químicos.

La fábrica se abandonó en su último día de trabajo, sin seguir ningún protocolo de seguridad. Se encuentran miles de papeles por las oficinas, indumentaria de trabajo esparcida por el suelo, residuos de la producción acumulados por todo su terreno... El brusco abandono de esta mina nos recuerda a la central ucraniana de Chernobyl.

Las escaleras que suben a las oficinas están cubiertas de papeles y cuadernos, arrastrados por el viento y el vandalismo.

La oficina de dirección es una de las más dañadas por las goteras del tejado. Los armarios todavía contienen decenas de archivadores, talonarios y cientos de papeles. Junto a la mesa de dirección vemos una ventanilla de recepción, donde los trabajadores recibían su salario, presentaban sus bajas y demás trámites.
Un cheque del Banco Herrero con la cantidad de 5800 pesetas, con fecha de 1963.
Estado actual de lo que fue el despacho de un ingeniero. 
En los vestuarios aparece un periódico con fecha de 1958. La Nueva España es un diario español que comenzó a publicarse en Oviedo, en diciembre de 1936, como Diario de la Falange Española de las J.O.N.S. 

Al aproximarse a las inmediaciones de la mina, un leve escozor en las vías respiratorias no tarda en manifestarse. A pesar de una inactividad de más de cuarenta años, el ambiente continúa siendo altamente tóxico; el sulfuro de mercurio está por todas partes. En días de mucho calor, los gases se multiplican en un ambiente lleno de mercurio, azufre, arsénico...

La chimenea de los hornos resiste bien el paso de los años. La mina contaba con dos hornos rotativos en los que se tostaba el cinabrio a más de 580ºC, desprendiéndose el mercurio en forma de gas. Al enfriarse, se condensaba recogiéndose en forma líquida.
Las tinas de madera servían para el tratamiento de residuos. Añadiendo cal y agua a la mezcla de residuos, conseguían desprender los ácidos arsenioso y sulfúrico. 
Un montón de cinabrio junto a una de las galerías de la instalación.
Aún se mantiene en pie el castillete; bajo sus pilares, el pozo permanece oculto por unas traviesas ferroviarias cubiertas de tierra.

Una libreta de 1966, en donde el vigilante anotaba los trabajos e incidencias diarias. Los accidentes formaban parte de la cotidianidad de la mina. Aquel día un minero fue accidentado por un vagón.

A pesar de los numerosos accidentes, el mayor daño pasaba desapercibido. Como una lenta y letal dosis de veneno, con el tiempo los mineros iban enfermando. Muchos se jubilaban con menos de cuarenta años y morían antes de cumplirlos. Su esperanza de vida rara vez superaba los cincuenta años. Acababan sus días sin poder respirar y escupiendo sangre.


Hoy la seguridad en los trabajos ha mejorado notablemente. El trabajo podrá dignificar al ser humano, pero jamás debería de quitarle la vida.
Trabajadores de la mina mierense de mercurio.

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